martes, 16 de agosto de 2022

Los diez días de la capitán García en Afganistán.


Sin apenas dormir, la uniformada participó en la misión de rescate a los ex colaboradores.


Capitán Amanda García Oliva


Hace ahora un año de aquella impactante imagen de decenas de personas corriendo detrás de un avión militar estadounidense para tratar de escapar de la barbarie del régimen talibán en Kabul. Algunos incluso se subieron al tren de aterrizaje en su intento desesperado por salir del país. Tan solo unas horas después, España ponía en marcha una ambiciosa operación de rescate para «no dejar a nadie atrás», tal y como anunció el presidente, Pedro Sánchez, y volvió a repetir el ministro de Exteriores, José Manuel Albares, hace tan solo unos días tras la llegada de un nuevo avión con cerca de 300 colaboradores que todavía permanecían en el país. «Me llamaron por teléfono y me dijeron que necesitaban formar equipos mixtos por el tema religioso. Me preguntaron si tenía disposición para ir a Zaragoza ese mismo día con destino Dubái para evacuar a todo el personal posible». La que habla es la capitán Amanda García Oliva, destinada hace un año en el Ala 48 del Ejército del Aire. Atiende a LA RAZÓN por teléfono mientras prepara de nuevo su mochila para otra misión, en esta ocasión, Irak.

Entre el 17 y el 27 de agosto del verano pasado voló hasta diez veces, en vuelos que cubrían la ruta entre Madrid y Dubái, o entre Dubái y Kabul. Afirma que no había tiempo para el descanso, pero que el cuerpo apenas lo notaba. «Lo recuerdo con cierta melancolía porque es cierto que fue una misión difícil y complicada tanto físicamente, porque era una misión en la que estuvimos mucho tiempo despiertos y realizando muchos vuelos, como también psicológicamente. Lo volvería a hacer, sin ninguna duda».

La misión española logró sacar en un tiempo récord a más de 2.200 personas, muchas de ellas menores y mujeres. «Recuerdo cierta diferencia entre las miradas y los rostros de las primeras personas que sacamos de allí y los últimos». Los primeros –rememora– llegaban sin apenas equipaje, tan solo con lo puesto y eran, principalmente, los núcleos familiares cercanos. «Conforme iban pasando los vuelos, claro, las personas estaban más deterioradas porque estaban más cansadas, pero sí que es cierto que la gente se animaba a hablar más, las familias eras más grandes y llegaban con más equipaje».

Ya en el interior de los aviones, la capitán enfermero del cuerpo militar de Sanidad atendía a los ex colaboradores y sus familiares. «El personal que estaba en el aeropuerto ya nos los traía bastante filiados», explica. «Nos encontramos con muchas quemaduras, sobre todo en niños o bebés por su prolongada exposición al sol; deshidrataciones, ataques de ansiedad, gente que venía con alguna lesión previa...», enumera.

De aquellos días de tensión en el aeropuerto de Kabul –los talibanes dieron un ultimátum a los países occidentales y permitieron solo la entrada y salida de los aviones hasta finales del mes de agosto–, surgieron decenas de imágenes de la desesperación de la población que esperaba en las inmediaciones del aeropuerto internacional para poder salir. «Yo no estuve en la valla, solo en la pista. Allí la situación era de calma y orden porque nuestro personal y el los otros ejércitos iban filiando a su gente y ya solo entraban las familias que tenían plaza en el avión».

Un año después de aquella experiencia, la capitán Amanda García sigue recordando algunos de los rostros de las personas que rescataron durante aquellos frenéticos días. «Muchos no sabían, ni siquiera, a qué país volaban. Y los niños, me sorprendió la entereza con la que actuaron», recuerda. «Había una pareja –una mujer y un hombre– que viajaban con dos menores. El personal nos dijo que la mujer no estaba muy bien de la cabeza. Recuerdo que el bebé tenía la cara quemada. Ya en el interior del avión, la mujer dejó caer al bebé y se echó a dormir. Tras examinarlo y curarle las quemaduras, me llamó la atención la generosidad del resto de mujeres que viajaban en el avión porque compartieron lo poco que tenían con ellos y se hicieron cargo del bebé. Durante estos meses me he preguntado qué habrá sido del pequeño», dice. No en vano, la mayoría de los evacuados durante la misión española fueron familias cuya edad media se situaba en los 22 años y casi un 30% eran niños y niñas de 10 años o menos.

Esta madrileña de 41 años, acumula misiones en Afganistán, Líbano, Sigonella y Yibuti, entre otros destinos. De todas esas experiencias extrae algo para aplicar en la siguiente. «Todas las misiones te enseñan algo. Esa predisposición, por ejemplo, a salir de la noche a la mañana es, en parte, una consecuencia de mi labor en otras unidades, como en la UME donde recibes una llamada y en horas estás a kilómetros de tu casa, en un incendio». Su labor al frente de las Fuerzas Armadas es todo un orgullo para su familia, según explica, en una conversación con LA RAZÓN. Incapaz de permanecer en una oficina, reconoce que en su casa ya están acostumbrados a la peligrosidad de sus destinos. «Tengo una perrita que me espera en casa. Mis padres ya están habituados y mis hermanos cuentan mis historias, con orgullo», admite.

«Estamos para cuándo y dónde nos necesiten», destaca la capitán García Oliva, que el año pasado fue premiada por el ministerio de Defensa con el reconocimiento «Soldado Idoia Rodríguez», uno de los mayores baluartes a las mujeres en las Fuerzas Armadas.

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